La carga fiscal en nuestro país supera el 35% del PBI y la competencia desleal por evasión atenta contra el desarrollo económico. La otra pata de la mesa la conforman los gastos públicos, que requieren una revisión constante de su razonabilidad y un análisis para distinguir cuáles son los imprescindibles. Además, es indispensable dotarlos de trasparencia absoluta, cualidad lejana en estas latitudes.
Los elevados costos impositivos reducen a su mínima expresión la renta y, así, las empresas disminuyen los puestos de trabajos genuinos y registrados. Es frecuente que aparezcan relaciones encubiertas bajo la figura del monotributo. A su vez, el contenido impositivo acumulado en el precio de los bienes afecta sensible y especialmente a los pobres.
Es necesario barajar y dar de nuevo: diseñar un sistema impositivo y no una yuxtaposición de gravámenes distorsivos insostenibles y sin precedentes, que lejos están de respetar garantías constitucionales.
La racionalidad está olvidada hace tiempo. Eso desalienta todo emprendimiento y anula la creación de riqueza. No cabe duda de que las empresas existen para ganar dinero. Al Estado le cabe derecho a una porción, pero no vale la voracidad total. La recaudación debe ser mesurada para alcanzar el equilibrio fiscal, evitando o reduciendo el endeudamiento del Estado y la emisión de moneda. Aquí sucede todo lo contrario.
La capacidad de contribuir es violada, al exigirse impuestos sin permitir la corrección de sus bases de cálculo por inflación.
La seguridad jurídica es un baluarte perdido. La última reforma tributaria, por ejemplo, permitía adecuar los resultados por inflación cuando el índice de precios excedía 33% en un primer ejercicio anual, pero una vez excedido ese parámetro, se lo reemplazó por el 55% y por un índice diferente.
La confiscatoriedad e irracionalidad son manifiestas. Queda de manifiesto en la venta de inmuebles, porque se impide actualizar el costo desde hace más de 27 años (eso solo se admite para adquisiciones desde 2018). Las operaciones, además, siempre se concretan en dólares y, por ello, la distorsión no resiste análisis.
Ello trae consecuencias: se le otorga razón en la justicia a los contribuyentes; estos buscan figuras jurídicas diferentes o directamente evadir, escriturando por valores inferiores a los reales. Se produce una pérdida de ingresos al Estado y el excedente se canaliza vía la economía informal.
La equidad es la base de las cargas públicas, pero cientos de normativas atentan contra ese principio. Muchos gastos deducibles de impuestos fueron congelados por más de 20 años. Los excesivos adelantos de impuestos cumplidos vía retenciones en los cobros de ventas, anticipos y pagos a cuenta, percepciones de aduana por importaciones y otras formas, acumulan un crédito a favor del contribuyente. El capital de trabajo queda en manos de los fiscos y no es frecuente la devolución de montos (cuanto se logra, el valor resulta ínfimo).
Las pymes son el principal motor del empleo. Desde 2016 hubo ventajas, pero poco difundidas e insuficientes. El cómputo de 10% de las inversiones productivas a cuenta de Ganancias no fue renovado para 2019 y años siguientes.
La tasa general nominal de Ganancias de 35% bajó a 30% para 2018 y 2019 y sería disminuida al 25%, esa medida fue loable pero las pequeñas empresas familiares no pueden acceder porque les resulta indispensable el retiro de utilidades, hecho que aplica retención del 7% o 13%, según el caso.
Las distorsiones que persisten desde hace más de dos décadas afectan fuertemente la economía y requieren soluciones urgentes. Debería haber un régimen adecuado de premios y castigos y educación tributaria. Es indispensable barajar y dar de vuelta.
El autor es tributarista, fundadory socio de SSV y Asociados
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